Ruth Amaya

Allá se respira pureza. Desde los más pequeños hasta los sabios y poderosos guerreros se instruyen siempre con amor y paciencia. Mi Maestro, Mael, así lo hizo. Era fuerte y valiente, y yo le admiraba como es de suponer. Me contaba historia sobre los humanos, a quienes yo hube visto sólo de lejos. Las cosas avanzaban con lentitud y paz. Todos obedecemos sumisamente y nos dedicamos a aprender y servir. Pero una mañana todo cambió. Las trompetas de juicio me despertaron. Allá todos los olores son suaves y puros, pero esa mañana el olor a sangre llegaba a todos los aposentos.
Fue la última vez que vi a mi Maestro. Lo llevaban sujeto de los brazos, con brazaletes llenos de runas que brillaban para restringir su magia. El corazón se me heló mientras presenciaba el juicio. De "traidor" se le acusó. Aquella palabra resonó en mis oídos por horas, y aun recuerdo el tono de voz que aquel arcangel utilizó al enjuiciarlo.
Sus alas se tiñeron de negro frente a todos, como si las hubiesen bañado con brea caliente. O al menos eso pensé por la forma en que se retorcía. Le arrebataron su cargo del pecho, haciéndolo gritar de dolor. Luego se lo llevaron lejos de mi vista; para siempre.
Pude, por ser su aprendiz, quedarme con su espada de luz. Dos días más tarde me enjuiciaron también, por atentar contra una criatura divina. ¿Que cómo fue eso? Pues me habían encontrado cortándome las alas (intentándolo al menos) en un charco de mi propia sangre, usando para ello la espada de Mael. Traidor y cómplice, acusaron. Luego sólo vino dolor. Mis alas se restauraron sólo para que las puntas se tiñeran de negro. Por el pecho me arrebataron la inmortalidad y las lenguas del mundo. Iría a mi destino hablando sólo lenguaje angélico. Me colocaron un hechizo que ocultaba mis alas de ojos humanos y fué entonces cuando comprendí a dónde iba.

Llegué al mundo humano golpeándome contra el suelo de un callejón. Aun recuerdo el dolor. Era un dolor humano que no había exprimentado antes y me entumecía los músculos. El efecto duró un par de días, pero a la mañana siguiente de mi llegada, las tripas me hicieron moverme en busca de comida. Mientras caminaba por ahí me sentí extraña y al buscar un lugar escondido para verificar lo que temía, comprobé que el cuerpo humano que poseía era el de una chica. Los vidrios que encontré en el camino me indicaron luego una edad aproximada entre diez y doce años, al menos en edad humana. A mi tercera noche en ese enorme lugar, me pregunté por qué Mael, mi Maestro, me había dicho que los humanos eran buenos y se ayudaban entre ellos. A mí las personas que me miraban caminando por ahí me evitaban o lanzaban miradas de desprecio.
Esa noche me eché en una banca del parque público con la esperanza de poder comer algo al día siguiente. Pensé que había sido una ilusa (entonces ya me refería a mí mentalmente como una mujer) al retar las decisiones divinas creyéndome capaz de soportar un castigo de caído.
Pero antes de que anocheciera por completo llegó un vagabundo intentando correrme. Pensé que seguramente él dormía en esa banca. Para mi sorpresa, al verme mejor no me echó, si no que me dio la mitad de su pan quemado. Mientras me contaba algo que no logré entender, devoré mi porción presurosamente. Casi me mordí los dedos por el hambre que tenía. Luego me dio de su botella de agua y me prestó una manta que cargaba e su carrito. Yo le dije que no entendía su lengua, y noté el miedo del hombre. Supuse que mi voz debía sonar inhumana al hablar angélico. Y lo comprobé cuando él me enseñó a decir "pan" (en ese momento no tenía idea de qué era pan, pero lo dije) y al pronunciar yo la palabra haste me sonrió. A la mañana siguiente me llevó a unos baños públicos y con señas me dijo cómo debía lavarme las heridas. Me dio un trapo viejo y yo entré sóla al baño de mujeres. Mojé la tela tras ver a una chica abrir la llave del lavabo y me metí en el cubículo para limpiarme los raspones. La sangre estaba tan seca que me dolía mucho quitarla. Pero al final pude, me lavé de igual forma el cabello y salí más presentable.

Aquel vagabundo se convirtió en un gran apoyo. Me enseñó lo poco que pudo de español y me dijo que estábamos en España. Pero esos momentos terminaron rápido. Lo que pasó los siguientes años lo borré de mi mente en cuanto pude hacer de nuevo ese tipo de magia. Recuerdo sólo a un hombre alto y delgaducho que me tomó una noche de las muñecas. Luego de eso sólo tengo recuerdos de Amalia. El primero es mi despertar en una habitación rosa con peluches y decoraciones femeninas. El sol entraba por la ventana y todo el lugar olía a coco. Me sorprendí mucho de tener ropa limpia y que mi cabello estuviese suave y desenredado. Ella se presentó. Era una hechicera cuyo esposo era una especie de detective de criaturas mágicas. Él me había localizado y encontró la forma de "salvarme". Durante seis meses ella se dedicó a enseñarme español e inglés, luego vinieron los conocimientos de escuela básica darkha. En dos años hice lo suficiente para, con un examen obtener el certificado de tal grado. Luego Amalia me inscribió en el Instituto Furukawa. Mis falsos documentos decían que tenía dieciséis años y que mi nombre era Ruth Amaya.